Hot Milk es una película innegablemente extraña —y esa rareza es tanto su mayor virtud como su talón de Aquiles. La cinta narra una historia deliberadamente turbia. Sofía (Emma Mackey) decide acompañar a su madre (Fiona Shaw) a un retiro en España, pero no se trata de unas vacaciones.
El objetivo del viaje es que la madre reciba un tratamiento psicológico para intentar resolver un dolor persistente en las piernas, una dolencia que podría ser tanto física como metafórica.

Hot Milk: el debut de Rebecca Lenkiewicz
Dirigida por la debutante Rebecca Lenkiewicz, quien ya cuenta con experiencia como guionista en películas como Desobediencia, Ida y Colette, Hot Milk se rehúsa a hacer concesiones a la narrativa convencional. Enredado y deliberadamente lento, este drama independiente nunca revela del todo sus cartas, siempre guarda algo más.
Está la trama del tratamiento de la madre, el romance que surge con una mujer misteriosa (Vicky Krieps), pero todo gira alrededor de algo más grande y difícil de definir.
El guion funciona como un rompecabezas al que le faltan piezas, dejando al espectador a la deriva entre lo que es real y lo que es delirio. Más provocador aún: la línea entre la locura y la lucidez se disuelve, mientras los hechos se vuelven hilos narrativos casi imperceptibles. Es una cinta que exige una participación activa, casi detectivesca, del público.
La cuestión psicológica se despliega como una maldición hereditaria: ¿es el trauma algo que se transmite exclusivamente entre las mujeres de esta familia? Madre carga heridas sin cerrar de un pasado que se niega a enfrentar. Hija hereda esa misma incapacidad de reconciliarse consigo misma. Incluso la enigmática costurera de Krieps revela, poco a poco, sus propias fracturas emocionales. Es una genealogía del dolor femenino.
Aguas turbulentas
El elenco navega con soltura por estas aguas agitadas. Mackey confirma su talento tras el éxito de Sex Education, construyendo una Sofía vulnerable y magnética. Shaw, por su parte, brilla como esta matriarca amarga, de temperamento volcánico y lengua afilada. Es una actriz que no deja de crecer con los años. El problema es que, pese a las buenas intenciones y actuaciones sólidas, la narrativa nunca alcanza la densidad necesaria.
Inspirada en la novela de 2016 de Deborah Levy, Hot Milk pierde gran parte de su esencia simbólica en la traducción al cine. Levy domina el arte de retratar mujeres sofocadas por estructuras opresivas, ya sea en la Polonia ocupada de Ida, el conservadurismo religioso en Desobediencia, o los abusos de Ella dijo. Su prosa está cargada de una imaginería densa, casi onírica.

Pero justamente esa densidad se evapora en la adaptación. La película se vuelve demasiado etérea, anémica, incapaz de desarrollar adecuadamente los conflictos internos de sus protagonistas. En lugar de un final abierto que invite a la reflexión, Hot Milk termina casi como un grito de desesperación creativa, una obra extraviada en sus propias ambiciones.
El resultado es un recordatorio más de que la literatura y el cine operan con lenguajes distintos, y que no siempre la belleza de las palabras encuentra su equivalente en la potencia de las imágenes. Hot Milk se queda en la frontera entre el arte y la pretensión, entre la genialidad y el tedio —y, lamentablemente, se inclina más hacia este último.