Hay algo profundamente subversivo en observar a una mujer pelar papas durante cinco minutos ininterrumpidos. O verla arreglar metódicamente la cama, preparar el café, limpiar la mesa de la cocina con movimientos precisos y repetitivos. En Jeanne Dielman (1975), la cineasta belga Chantal Akerman transformó la banalidad doméstica en un manifiesto revolucionario, creando una de las obras más radicales e influyentes de la historia del cine, que ahora, medio siglo después, nos recuerda que la verdadera revolución a veces ocurre en silencio.
Jeanne Dielman, la anatomía de una insurrección doméstica
Cuando Jeanne Dielman se estrenó en el Festival de Cannes de 1975, provocó reacciones viscerales. Parte de la crítica salió de la sala; otra parte reconoció inmediatamente estar frente a algo sin precedentes. Akerman, entonces con apenas 25 años, había creado una película de tres horas y veinte minutos sobre una viuda de mediana edad (la luminosa Delphine Seyrig) que mantiene una rutina doméstica rigurosamente organizada, incluyendo encuentros con clientes que la visitan los martes y jueves por la tarde.

Lo que hacía revolucionaria la obra no era solo su tema, sino su lenguaje radical. Akerman rechazó todos los códigos narrativos convencionales: no hay banda sonora, no hay primeros planos emotivos, no hay montaje dramático. La cámara se sitúa a la altura de los ojos de Jeanne y observa, con una paciencia casi etnográfica, cada gesto de su rutina. Es cine puro. Uno que existe únicamente como experiencia temporal, imposible de resumir o acelerar.
“Quería filmar como una mujer, no como alguien que imita a un hombre filmando”, declaró Akerman años después. Esta declaración aparentemente simple oculta una profunda revolución estética. El cine dominante se había construido sobre lo que la teórica Laura Mulvey llamaría “la mirada masculina”. Es una forma de ver y representar que transformaba a las mujeres en objetos de contemplación o deseo. Akerman desarrolló una sintaxis visual completamente diferente: una mirada que no posee, no juzga, no jerarquiza.
El tiempo como herramienta política
La genialidad de Jeanne Dielman reside en su comprensión de que el tiempo es una categoría política. Al dedicar tres horas para mostrar tres días en la vida de una ama de casa, Akerman estaba haciendo una declaración sobre qué vidas merecen ser representadas en el cine y cómo debe darse esa representación. Cada plano dura exactamente el tiempo necesario para que la acción mostrada se complete. Ni más, ni menos. No hay economía narrativa, no hay síntesis dramática. Solo existe la duración real de la experiencia vivida.
Esta elección temporal funciona como un acto de resistencia frente a la invisibilidad del trabajo doméstico. Akerman obliga al espectador a experimentar el peso temporal de las tareas que sostienen la vida cotidiana pero que permanecen socialmente desvalorizadas. Pelar papas deja de ser un gesto automático para convertirse en una forma de labor que demanda tiempo, energía y atención. La repetición diaria de estas acciones adquiere dimensión existencial.
La película también revela la violencia sutil de las estructuras sociales a través de su observación microscópica. Jeanne mantiene su rutina con precisión obsesiva porque cualquier desviación puede significar un colapso – financiero, social, psicológico. Su vida se construye sobre un equilibrio precario entre la respetabilidad burguesa y la prostitución discreta, entre la autonomía económica y la dependencia estructural. Akerman muestra esta tensión sin explicarla, confiando en la inteligencia del espectador para descifrar las capas de significado.
El legado estético de Jeanne Dielman
Cincuenta años después, la influencia de Jeanne Dielman permea el cine contemporáneo de formas que no siempre reconocemos de inmediato. Kelly Reichardt, una de las principales herederas de la tradición iniciada por Akerman, desarrolló en películas como Wendy and Lucy (2008) y First Cow (2019) un lenguaje cinematográfico que privilegia la observación sobre la explicación. Es lo cotidiano sobre lo excepcional.
El cine de Tsai Ming-liang, con sus largos planos fijos y personajes solitarios navegando la modernidad urbana, es impensable sin el precedente establecido por Akerman. Incluso cineastas aparentemente alejados de la estética “contemplativa” incorporan este lenguaje. Es el caso de Gus Van Sant en Elephant o Celine Sciamma en Retrato de una mujer en llamas. Incorporaron elementos del lenguaje akermaniano: el rechazo al dramatismo fácil, la confianza en el poder narrativo del tiempo sin editar y la atención a los rituales que estructuran la experiencia humana.
La obra también anticipó debates estéticos que solo recientemente han ganado visibilidad crítica. La valorización del “cine lento” (slow cinema) como alternativa a la aceleración mediática contemporánea, la defensa de narrativas centradas en personajes “comunes” frente al excepcionalismo hollywoodense, la reivindicación de una temporalidad cinematográfica no subordinada a los ritmos comerciales. Todas estas cuestiones encuentran en Jeanne Dielman su manifiesto fundador.
Chantal Akerman, la visionaria de Jeanne Dielman
Comprender Jeanne Dielman exige situar la obra en el contexto de la trayectoria artística de Chantal Akerman, una de las cineastas más singulares e influyentes del siglo XX. Nacida en Bruselas en 1950, hija de sobrevivientes del Holocausto, Akerman desarrolló desde temprana edad una sensibilidad aguda para las formas sutiles de opresión y resistencia que atraviesan la vida cotidiana.
Su formación artística combinó influencias del cine experimental estadounidense –especialmente Michael Snow y Stan Brakhage– con la tradición del realismo europeo. Pero Akerman no se limitó a sintetizar influencias; creó un lenguaje propio que trascendió las categorías estéticas establecidas. Sus películas no son exactamente experimentales ni estrictamente narrativas; ocupan un territorio único donde la vanguardia encuentra una forma peculiar de humanismo.
A lo largo de su carrera, la cineasta desarrolló una reflexión consistente sobre cuestiones de identidad, memoria y pertenencia. En películas como News from Home (1977) y No Home Movie (2015, su última obra), exploró las tensiones entre movilidad y arraigo, público y privado, arte y vida. Akerman murió prematuramente en 2015, a los 65 años, dejando una filmografía que continúa influyendo en nuevas generaciones de cineastas.

Reconocimiento tardío
Durante décadas, Jeanne Dielman permaneció como película de culto. Era admirada por cinéfilos y estudiada en universidades, pero alejada del reconocimiento crítico mainstream. Esto cambió dramáticamente en 2022, cuando la obra fue elegida como la mejor película de todos los tiempos por la prestigiosa encuesta de la revista británica Sight & Sound, destronando a Ciudadano Kane tras sesenta años de hegemonía.
Este reconocimiento representa más que una revisión crítica individual. Señala una transformación paradigmática en la forma en que se construye el canon cinematográfico. La elección de Jeanne Dielman refleja el crecimiento de la influencia de críticos y académicos de diversos orígenes, especialmente mujeres y personas de grupos históricamente subrepresentados en la crítica cinematográfica tradicional.
El cambio también indica una reevaluación de los criterios que definen la “grandeza” cinematográfica. Si Ciudadano Kane representaba el cine como arte totalizante –dominando técnica, narrativa y actuación de manera espectacular–, Jeanne Dielman propone una estética de la sustracción. Al fin y al cabo, la grandeza surge de la capacidad de encontrar lo extraordinario en lo ordinario, lo universal en lo específico, lo político en lo personal.
Un cine para el futuro
Jeanne Dielman no es solo una película histórica que merece preservación museológica. Es una obra viva. La película continúa generando nuevas interpretaciones e inspirando nuevas formas de hacer cine. Su llegada restaurada a las salas brasileñas representa una oportunidad rara de involucramiento con un lenguaje cinematográfico que sigue siendo radical medio siglo después de su creación.
Para los espectadores dispuestos al desafío, la película ofrece una experiencia transformadora. Después de todo, expande las posibilidades de comprensión sobre lo que el cine puede ser y hacer. Jeanne Dielman propone el cine como herramienta de investigación psicológica, social y existencial. Es un arte capaz de revelar dimensiones de la experiencia humana que permanecen invisibles para otras formas de representación.
Cincuenta años después, la revolución silenciosa de Chantal Akerman sigue resonando. La película recuerda que las transformaciones más profundas a veces no ocurren a través del espectáculo, sino de la observación atenta. No a través del drama, sino de la contemplación paciente de lo que siempre estuvo ante nuestros ojos, esperando a ser verdaderamente visto.